lunes, 21 de julio de 2008

El marchandising de la actualidad

por Raúl Nicolás Fernández
Con el No de Julio Cobos a la resolución 125 quedó cerrado uno de los capítulos más convulsionados de la historia política argentina contemporánea. No hay mucho más para decir al respecto, pues ya se habló y se escribió demasiado, excepto que la decisión del actual vicepresidente conmovió por su coraje y trajo vientos nuevos. Aun es apresurado afirmar si estos vientos son buenos o malos, pero no cabe dudas que son nuevos.
También es nuevo el oportunismo marketinero o "marchandising de la actualidad", es decir, la viveza criolla versión siglo 21, empecinada en sacar rédito económico hasta en las frases de los dirigentes políticos, previo vaciamiento de contenido, y subirlas a Internet en forma de ringtone. Cobos no fue la excepción. Remeras, tazas, afiches, canciones y los ya nombrados sonidos para celulares, son la prueba contundente de la dinámica impulsada por un sistema capitalista que todo lo descontextualiza, lo devora, lo da vueltas y lo vomita bajo la forma de mercancias, de "cosas inútiles modernas", como escribió el poeta de la década del 40 Mario Jorge De Lellis.
"Mi voto no es positivo", "Mi corazón dice otra cosa", "No puedo acompañar y esto no significa que esté traicionando a nadie", son algunas de las expresiones que el vicepresidente, en el día más difícil de su vida, utilizó como argumentos para oponerse a un gobierno (el suyo), a un poder que lo ninguneó, que lo desautorizó por pensar distinto y que ahora lo tilda de traidor. Así, de esta forma, las palabras proferidas por Cobos, en un contexto de tensión extrema, fueron reducidas a la nada, convertidas en moda, banalizadas para que la gilada las exhiba o las haga sonar en sus teléfonos.
No hace mucho, el hit fue "odio tu dinero", frase poco feliz que Luis D´Elía disparó contra la "puta oligarquía golpista". Ahora se impuso la Cobosmanía. Mañana quién sabe.
Quizá esta sea la forma que encontramos los argentinos de ejercer ciudadanía, de sentirnos parte de algo que no sabemos bien qué es, pero que se supone nos representa a todos. Sospecho que un porcentaje alto de argentinos no tiene la más pálida idea de lo que se debatió primero en diputados y después en el senado. Es más, creo que ni siquiera se conocen cuáles son las funciones, derechos y obligaciones de ambas cámaras. Que todo se televise no significa que todo se comprenda, que se muestre todo no significa que el receptor tenga una idea cabal de lo que efectivamente se transmite.
Yo, por mi parte, no entiendo nada de nada. Pero la remera de "Súper Cobos" me queda pintada.

domingo, 6 de julio de 2008

La profesión del agujero en la media (ensayo)

por Raúl Nicolás Fernández

“Decir, yo he conocido, es decir: algo ha muerto”
(Raúl González Tuñón).

Antes de comenzar, es necesario aclarar que, desde mi punto de vista, no existe el periodista independiente. O al menos no existe en el significado tradicional que se le suele dar al término “independiente” (según la Real Academia Española: “que no tiene dependencia, que no depende de otro”/ “que sostiene sus derechos u opiniones sin admitir intervención ajena”). La profesión de periodista, lamentablemente, dista mucho de estas acepciones.
En primer lugar, y aquí me sumerjo de lleno en la postura planteada, el periodista remunerado, es decir el profesional, forma parte de un entramado informacional, comercial e ideológico que limita sus prácticas imponiéndole lo que debe decir y la manera de hacerlo. Esto se evidencia en la forma en la que son tratados los acontecimientos. ¿Quiénes determinan que tal o cual acontecimiento merece ser noticia? El periodista es el que “limpia, pule y da esplendor” pero no es el primero ni el último en esta cadena de producción de la noticia. A menudo choca contra los intereses del medio para el que trabaja, pues es imposible estar siempre de acuerdo al mismo tiempo con los jefes, o con los amigos de los jefes, o con los auspiciantes de los jefes, o con un largo etcétera de personas, empresas u organismos que tienen como último eslabón de la cadena a los jefes. Es necesario que el periodista mantenga el equilibrio en esta suerte de cuerda floja que imponen los empleadores. Al menos si pretende conservar la fuente de trabajo. ¿Y qué periodista va a cometer el riesgo de hacerse despedir? Más teniendo en cuenta la gran cantidad de profesionales que esperan una oportunidad en los medios, muchos de los cuales carecen por completo de escrúpulos y están dispuestos a someterse a todo tipo de coerciones (ajenas y propias).
El riesgo es, entonces, perder el equilibrio. Y si esto sucede pueden pasar dos cosas: se pierde el empleo con dignidad (no faltarán quienes tilden este acto de ingenuidad) y entonces uno se va con la conciencia limpia y el consuelo de haber obrado con honestidad (las mismas voces que no creen en la dignidad se mofarán también de esto), le haya pesado a quien le haya pesado.
La otra cosa que puede pasar es lograr nuevamente el equilibrio a cambio de soltar lastre. Entonces lo primero que cae es la ética, luego los principios, después la dignidad y con ella los pantalones del periodista, aunque es aquí cuando ya no puede considerárselo como tal, sino otra cosa bien distinta.
Pero como aquí estoy hablando de los periodistas, quiero referirme a otra cuestión que los tiene como protagonistas y que también sirve de ejemplo para romper con el mito de la independencia: la creación de la actualidad. El verso de Raúl González Tuñón que elegí como epígrafe me va a ser útil para explicar cómo el periodista, de alguna manera, mata al presente para convertirlo en algo diferente, pero no por eso menos real. “Decir yo he conocido es decir: algo ha muerto”, afirmaba el gran poeta (que también fue un gran periodista) en su poema “La calle del agujero en la media”. Y es que algo “muere” de ese presente cuando el periodista toma contacto con él. Lo que “muere” es lo imprevisto, lo desconocido. Precisamente porque ya se ha entablado contacto, porque ya pasa a ser algo que se conoce y que hay que contar de una manera determinada, con un punto de vista determinado y desde un enfoque preestablecido. Es en ese momento que el presente se transforma en actualidad, es decir, en algo creado para ser comunicado con una intención definida, pensada de antemano, filtrada por los intereses del medio que la difunde. Estos últimos suelen estar emparentados con lo que el mercado y los receptores demandan y con lo que las relaciones de competencia imponen. Y no se pueden concebir a estos tres aspectos por separado, pues actúan con reciprocidad: los periodistas se concentrarán como manadas de lobos allí donde el presente ofrezca hechos susceptibles de convertirse en actualidad. Este movimiento en manada obedece a que no se puede no estar donde está la competencia, porque se corre el riego de que el receptor cambie de canal, o de frecuencia de radio, o compre otro diario que le “informe” sobre el hecho en cuestión. El resultado de esto es penoso. Pues el afán de los periodistas por buscar la primicia, lo novedoso, lo singular, contrasta con lo repetitivo y uniforme que ofrecen como actualidad. Todos están en el mismo lugar, mostrando lo mismo y hablando más o menos de lo mismo. Sin embargo, el presente gambetea los micrófonos y las cámaras y se escabulle del tumulto por entre las piernas de los periodistas. Y como el presente no se puede asir porque es escurridizo, imprevisible e inabarcable, surge un relato más modesto, presentable, vendible y, por esto, más pretenciosamente real: la actualidad.
Hay un cuarto factor, aún más determinante, en la transformación que el periodista hace del presente en actualidad: el tiempo. Por lo general asociado a la urgencia por conseguir la primicia y a la inmediatez con la que se la comunica. Y es justamente esta urgencia la que determina selecciones, presencias o ausencias. Recuerdo cómo, hace menos de dos meses, se instalaba como actualidad la erupción del volcán chileno Chaitén. Cientos de periodistas, pertenecientes a medios nacionales e internacionales, se amontonaron en la zona del conflicto. Todos hablaban del desastre natural: mostraban y describían los pesares de los pueblos sumergidos bajo la lluvia de cenizas, explicaban causas de la erupción, traían a colación otros antecedentes similares, entrevistaban a lugareños con la intención de conmover a los receptores. Daba la sensación de que los periodistas, gracias a sus corajudos reportes desde el lugar del hecho, eran los adalides de la valentía, la sensibilidad y el humanitarismo. Era menester estar porque todos estaban, también había que ser originales y mostrar siempre algo novedoso o, al menos, que tuviera pretensión de serlo y cupiese dentro del encuadre de las cámaras. La actualidad construida en torno a la erupción del volcán duró lo que duró la novedad. Cuando todo comenzó a tornarse repetitivo, monótono, los periodistas huyeron, más contentos que tristes por abandonar aquella zona inhóspita, y fueron a buscar la actualidad a otro lugar. El conflicto entre el gobierno y el campo les dio la excusa. Mientras tanto el presente está más presente que nunca en los pueblos afectados por el volcán, a ambos lados de la cordillera. Creo, sin embargo, que la noticia sólo quedó suspendida por un tiempo. En cualquier momento volverá al ruedo. Y con ella los periodistas, convertidos, una vez más, en los adalides de la valentía, la sensibilidad, el humanismo, etc.
Por todo esto, la metáfora del agujero en la media tal vez sintetice la situación actual del periodismo: algo roto que, sin embargo, no se percibe porque el calzado, el “envoltorio”, lo disimula. Rotura que está pero que no es evidente a simple vista. Agujero que denota desgaste, pobreza, carencias o, en última instancia, dejadez, pereza, desinterés, abandono, resignación.
Quizá una forma de ganar independencia intelectual y espiritual (decir económica sería por demás utópico), sea instar a la reflexión sobre la situación actual de la profesión y, por qué no, instar a la reinvención de una práctica en la que no haya que venderle el alma al diablo para poder ejercerla, una práctica en la que no haya que someterse a los intereses que atentan contra la credibilidad, contra la confianza de los receptores.
En algún momento el agujero en la media quedará expuesto. Y cuando eso ocurra no habrá excusas que eviten la vergüenza. Tal vez, a juzgar por lo descrito más arriba, todo esto ya esté pasando, aunque todavía estamos a tiempo de dignificar la profesión.
Zurcir lo descosido, remendar lo que se rompió, puede ser un buen comienzo.

viernes, 4 de julio de 2008

Las malas noticias y el periodismo

Por Andrés Ferrari.
Ensayo que escribí para la materia Problemática periodística. El título: "Sentate porque tengo que darte una mala noticia"

Problemática:
La actitud de la audiencia ante la agenda mediática condiciona al periodista en la búsqueda de la originalidad.

Actualmente, el periodista se ve condicionado porque, generalizando, el receptor, consumidor de mensajes, está amoldado a la manera en que informa la televisión en cuanto a forma y contenido. Sus características se repiten en los demás soportes, por los que en cualquier medio de comunicación masiva se apunta a lo mismo. El receptor, radioescucha o lector, es demasiado parecido al televidente. Ante ese público, y con la necesidad de que su mensaje sea recibido con agrado, que se convierta en preferible ante lo que ofrecen los competidores, que gane en el rating (lo cual se traduce en auspiciantes más generosos), es que el periodista posee escaso margen de originalidad. Personalmente, considero que lo necesario no es que haya cualquier originalidad, me parece primordial que desde el proceso de selección haya espacio para el tratamiento de acontecimientos positivos, de “cosas buenas” que suceden, y que en el proceso de conversión del hecho en bruto hacia ese producto terminado, el resultante sea lo que popularmente se denomina una “buena noticia”. El lado más “feliz” de la información suele encontrarse exclusivamente en la sección deportiva y de espectáculos, y en algún suceso curioso, simpático e irrelevante, donde raramente se sorprende con un mensaje que no sea banal o que no busque sólo entretener. Además, es una aspiración que va más allá de la implementación o del aumento de las denominadas “notitas color” (nótese, en esta frase hecha del ambiente periodístico, el clásico diminutivo), especie de recreo entre el malestar que genera el tratamiento de tantas noticias “serias”. Éstas últimas son las que predominan y, lamentablemente, no se refieren a las que son tratadas con seriedad si no a las que tornan el rostro serio. Tienen el poder hegemónico las que son capaces de generar indignación, tristeza o temor, que hasta suelen superar a las deportivas y del espectáculo. Continuando con la definición simplista y popular, podemos agruparlas como “malas noticias”. Entonces el periodista enfrenta variados problemas. Creo que implican principalmente a la audiencia. Ya sea porque así ha sido instruida o porque así lo ha elegido (la popular y vulgar frase es siempre clara a la hora de generar polémica: ¿quién tiene la culpa: el chancho o quien le da de comer?), la audiencia elige las noticias que más la mueve emotivamente hacia, como ya fue nombrado, la indignación, la tristeza o el temor, que de manera casi natural desprenden la frase “¡Qué barbaridad!”. Ese comentario fue bautizado por Mariano Lucano, director de Revista Barcelona, como “La Gran Jacobson”, en referencia al periodista conductor del noticiero de Telefé, Jorge Jacobson, que con ese vacío latiguillo suele “opinar” y rematar los informes que ha presentado.

Otro problema relacionado, es el valor noticiable de las “buenas noticias”. Más allá de lo que los editores puedan pensar y disponer, noto que el profesional de prensa debe lidiar con la creencia del grueso de los consumidores de mensajes de que la “mala noticia” es más que la “buena noticia”. Inclusive están quienes a ésta última ni la consideran como tal. Es lógico que esto produzca censura o autocensura en quien debe informar. Pero me pregunto analizando lo cotidiano: ¿Por qué parece más digno de ser transmitido en un noticiero cinco casos de asaltos a personas desconocidas, que enterarse que unos desconocidos vecinos recuperaron un predio abandonado e hicieron un club para chicos de escasos recursos que de otra manera seguirían aprendiendo solo lo que enseña la calle?; ¿Realmente es más productiva la declaración de una madre desconsolada y fuera de sí porque violaron a su hija que la palabra del creador de una nueva biblioteca?. Extendiéndonos hasta el entretenimiento: ¿Aporta más a la sociedad los detalles de la boda de un jugador de fútbol con una vedette que se hizo famosa a través de un video en el que aplica sexo oral, que el record nacional de donación de órganos que tuvo el Incucai el mes pasado?. La respuesta parece muy simple en teoría. En la práctica, el medio de comunicación que elija la segunda opción de cada una de las tres preguntas que acabo de realizar, con seguridad tendrá un rating bajo y será levantado, mientras que el que opte por las primeras, tendrá mejor suerte. Como se suele decir, “Los números mandan” y la ética periodística aplicada en un producto que no es vendible, acaba fracasando.

Sabemos que los medios de comunicación no son simples encargados de mostrar la realidad, sino que son constructores de propios relatos de lo que sucede, creadores de un ente artificial: la actualidad. Esta nunca podrá llegar a ser tan amplia como la realidad, a abarcar todo lo que ocurre en el planeta, pero considero que quienes la difunden tienen el deber de mostrar de una manera menos parcializada. El mundo que exhiben es caótico e insoportable. Si sólo nos guiáramos por lo que muestran los medios, vivir sería en vano. Es necesario que asuman su papel protagónico en la sociedad. Y que los periodistas encarnen esa tarea que debería distar muchísimo de la de cualquier otro trabajador en condición de dependencia. En sus manos está el poder de mostrar ejemplos, crear tendencias y generar esperanzas de mejoras sociales y personales. Es difícil, pero mientras las posiciones en el podio no se invierta si no que se mantengan (primeras las “malas noticias”, junto a las económicas y políticas tratadas de manera superficial o mezcladas con intereses oscuros que nada tienen que ver con la ética periodística; segundas las de espectáculo, deportivas y de curiosidades y terceras las “buenas noticias” y las relevantes en cuanto a lo político y económico tratado en profundidad) todo va a seguir igual. Y como dice una canción de la murga Agarrate Catalina “Si no cambiás algo, no cambia nada”.

Discutiendo sobre el tema central de este ensayo, mi hermano me dijo hace unos meses que sería muy interesante la fundación de un diario que contenga únicamente “buenas noticias”. Mi primera reacción fue reírme y marcar lo improductivo que sería, pero luego me di cuenta de que es una idea tan ridícula como la realidad de varios medios argentinos que se basan en el mismo precepto, pero a la inversa. ¿Por qué no es estúpido consumir los que exclusivamente informan “malas noticias”? Pienso que la respuesta más acertada es la costumbre. Está naturalizado. Y también se mezclan otros factores como la comodidad. Es mucho más sencillo hacernos eco de lo mal que está el país, y mantenernos como estamos, que esforzarnos y ponernos a trabajar por mejorarlo. Desde los medios, los periodistas pueden dar un pequeño envión a la población para motivarla a que además de preocuparse por sus problemas, comience a ocuparse de ellos. El nombre del ensayo intenta dar cuenta de que los comunicadores mediáticos logran aplacar, ¿por qué no podrían provocar el efecto contrario? Los medios no pueden hacer milagros, pero nadie puede ya creer que no son de lo más influyentes en la sociedad. Y nadie puede negar que si el público no los admitiera como son, no cambiarían. Ya que la noticia es una mercancía, en términos económicos podríamos hablar de un cambio en la oferta para generar demanda.

Tal vez la audiencia no tenga esa apertura mental. Quizás esos receptores nunca lo acepten. Si cambia el mensaje pero no hay quien reciba, no existe comunicación posible, pero sería de gran utilidad hacer el intento. No podría ser brusco, de serlo los destinatarios de seguro los rechazarían porque el sentido con el que se emite no puede tener un vuelco total de la noche a la mañana. El cambio tiene que comenzar desde la televisión, por su masividad y para arrastrar al resto de los copiones soportes, y debe ser gradual, así la audiencia permite mensajes con los que vaya descubriendo de a poco lo productivo que sería enterarse de que además de todo lo malo también ocurren una gran cantidad de cosas buenas y sobretodo, que mucho se puede mejorar.