domingo, 6 de julio de 2008

La profesión del agujero en la media (ensayo)

por Raúl Nicolás Fernández

“Decir, yo he conocido, es decir: algo ha muerto”
(Raúl González Tuñón).

Antes de comenzar, es necesario aclarar que, desde mi punto de vista, no existe el periodista independiente. O al menos no existe en el significado tradicional que se le suele dar al término “independiente” (según la Real Academia Española: “que no tiene dependencia, que no depende de otro”/ “que sostiene sus derechos u opiniones sin admitir intervención ajena”). La profesión de periodista, lamentablemente, dista mucho de estas acepciones.
En primer lugar, y aquí me sumerjo de lleno en la postura planteada, el periodista remunerado, es decir el profesional, forma parte de un entramado informacional, comercial e ideológico que limita sus prácticas imponiéndole lo que debe decir y la manera de hacerlo. Esto se evidencia en la forma en la que son tratados los acontecimientos. ¿Quiénes determinan que tal o cual acontecimiento merece ser noticia? El periodista es el que “limpia, pule y da esplendor” pero no es el primero ni el último en esta cadena de producción de la noticia. A menudo choca contra los intereses del medio para el que trabaja, pues es imposible estar siempre de acuerdo al mismo tiempo con los jefes, o con los amigos de los jefes, o con los auspiciantes de los jefes, o con un largo etcétera de personas, empresas u organismos que tienen como último eslabón de la cadena a los jefes. Es necesario que el periodista mantenga el equilibrio en esta suerte de cuerda floja que imponen los empleadores. Al menos si pretende conservar la fuente de trabajo. ¿Y qué periodista va a cometer el riesgo de hacerse despedir? Más teniendo en cuenta la gran cantidad de profesionales que esperan una oportunidad en los medios, muchos de los cuales carecen por completo de escrúpulos y están dispuestos a someterse a todo tipo de coerciones (ajenas y propias).
El riesgo es, entonces, perder el equilibrio. Y si esto sucede pueden pasar dos cosas: se pierde el empleo con dignidad (no faltarán quienes tilden este acto de ingenuidad) y entonces uno se va con la conciencia limpia y el consuelo de haber obrado con honestidad (las mismas voces que no creen en la dignidad se mofarán también de esto), le haya pesado a quien le haya pesado.
La otra cosa que puede pasar es lograr nuevamente el equilibrio a cambio de soltar lastre. Entonces lo primero que cae es la ética, luego los principios, después la dignidad y con ella los pantalones del periodista, aunque es aquí cuando ya no puede considerárselo como tal, sino otra cosa bien distinta.
Pero como aquí estoy hablando de los periodistas, quiero referirme a otra cuestión que los tiene como protagonistas y que también sirve de ejemplo para romper con el mito de la independencia: la creación de la actualidad. El verso de Raúl González Tuñón que elegí como epígrafe me va a ser útil para explicar cómo el periodista, de alguna manera, mata al presente para convertirlo en algo diferente, pero no por eso menos real. “Decir yo he conocido es decir: algo ha muerto”, afirmaba el gran poeta (que también fue un gran periodista) en su poema “La calle del agujero en la media”. Y es que algo “muere” de ese presente cuando el periodista toma contacto con él. Lo que “muere” es lo imprevisto, lo desconocido. Precisamente porque ya se ha entablado contacto, porque ya pasa a ser algo que se conoce y que hay que contar de una manera determinada, con un punto de vista determinado y desde un enfoque preestablecido. Es en ese momento que el presente se transforma en actualidad, es decir, en algo creado para ser comunicado con una intención definida, pensada de antemano, filtrada por los intereses del medio que la difunde. Estos últimos suelen estar emparentados con lo que el mercado y los receptores demandan y con lo que las relaciones de competencia imponen. Y no se pueden concebir a estos tres aspectos por separado, pues actúan con reciprocidad: los periodistas se concentrarán como manadas de lobos allí donde el presente ofrezca hechos susceptibles de convertirse en actualidad. Este movimiento en manada obedece a que no se puede no estar donde está la competencia, porque se corre el riego de que el receptor cambie de canal, o de frecuencia de radio, o compre otro diario que le “informe” sobre el hecho en cuestión. El resultado de esto es penoso. Pues el afán de los periodistas por buscar la primicia, lo novedoso, lo singular, contrasta con lo repetitivo y uniforme que ofrecen como actualidad. Todos están en el mismo lugar, mostrando lo mismo y hablando más o menos de lo mismo. Sin embargo, el presente gambetea los micrófonos y las cámaras y se escabulle del tumulto por entre las piernas de los periodistas. Y como el presente no se puede asir porque es escurridizo, imprevisible e inabarcable, surge un relato más modesto, presentable, vendible y, por esto, más pretenciosamente real: la actualidad.
Hay un cuarto factor, aún más determinante, en la transformación que el periodista hace del presente en actualidad: el tiempo. Por lo general asociado a la urgencia por conseguir la primicia y a la inmediatez con la que se la comunica. Y es justamente esta urgencia la que determina selecciones, presencias o ausencias. Recuerdo cómo, hace menos de dos meses, se instalaba como actualidad la erupción del volcán chileno Chaitén. Cientos de periodistas, pertenecientes a medios nacionales e internacionales, se amontonaron en la zona del conflicto. Todos hablaban del desastre natural: mostraban y describían los pesares de los pueblos sumergidos bajo la lluvia de cenizas, explicaban causas de la erupción, traían a colación otros antecedentes similares, entrevistaban a lugareños con la intención de conmover a los receptores. Daba la sensación de que los periodistas, gracias a sus corajudos reportes desde el lugar del hecho, eran los adalides de la valentía, la sensibilidad y el humanitarismo. Era menester estar porque todos estaban, también había que ser originales y mostrar siempre algo novedoso o, al menos, que tuviera pretensión de serlo y cupiese dentro del encuadre de las cámaras. La actualidad construida en torno a la erupción del volcán duró lo que duró la novedad. Cuando todo comenzó a tornarse repetitivo, monótono, los periodistas huyeron, más contentos que tristes por abandonar aquella zona inhóspita, y fueron a buscar la actualidad a otro lugar. El conflicto entre el gobierno y el campo les dio la excusa. Mientras tanto el presente está más presente que nunca en los pueblos afectados por el volcán, a ambos lados de la cordillera. Creo, sin embargo, que la noticia sólo quedó suspendida por un tiempo. En cualquier momento volverá al ruedo. Y con ella los periodistas, convertidos, una vez más, en los adalides de la valentía, la sensibilidad, el humanismo, etc.
Por todo esto, la metáfora del agujero en la media tal vez sintetice la situación actual del periodismo: algo roto que, sin embargo, no se percibe porque el calzado, el “envoltorio”, lo disimula. Rotura que está pero que no es evidente a simple vista. Agujero que denota desgaste, pobreza, carencias o, en última instancia, dejadez, pereza, desinterés, abandono, resignación.
Quizá una forma de ganar independencia intelectual y espiritual (decir económica sería por demás utópico), sea instar a la reflexión sobre la situación actual de la profesión y, por qué no, instar a la reinvención de una práctica en la que no haya que venderle el alma al diablo para poder ejercerla, una práctica en la que no haya que someterse a los intereses que atentan contra la credibilidad, contra la confianza de los receptores.
En algún momento el agujero en la media quedará expuesto. Y cuando eso ocurra no habrá excusas que eviten la vergüenza. Tal vez, a juzgar por lo descrito más arriba, todo esto ya esté pasando, aunque todavía estamos a tiempo de dignificar la profesión.
Zurcir lo descosido, remendar lo que se rompió, puede ser un buen comienzo.

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